Libro Las novelas de José María Arguedas: Una incursión en lo inarticulado de José Alberto Portugal
La incursión en lo inarticulado que anuncian el título y el epígrafe de este libro se refiere fundamentalmente a la empresa artística e intelectual de José María Arguedas (1911-1969), a la manera en la que esa obra se hace y continuamente se reformula, a las tensiones que la animan y a las que la aquejan en el contacto que tiene con su mundo y con su tiempo. Es, sin duda, el registro de su inevitable condición experimental. Pero la incursión en lo inarticulado es también el signo de la empresa de quien se interna en el estudio de esa obra. Se refiere, en este caso, a las respuestas, a veces tentativas o precarias, que se pueden formular ante los retos que esta propone, ante los enigmas y las perplejidades que suscita. Es la constatación inevitable de que, allí donde empezamos a definir algo, un nuevo problema emerge; es la manera en que se inscribe esa experiencia de lectura en nuestra imaginación como un continuo ritual de preguntas y respuestas.
Los dos ensayos que forman este libro quieren dar testimonio de ese tipo de experiencia. El primero es una muy tentativa incursión en lo que llamo el drama de recepción de la narrativa de Arguedas. Es un esfuerzo por empezar a darle forma al complejo proceso en el que se configura la imagen del autor y de la obra. Se funda en la descripción y comentario de un ámbito limitado de lectura y valoración de la obra de Arguedas. El segundo ensayo (que aparece, en sí, como una constelación de ensayos) se interna en el estudio de las novelas de Arguedas con la intención de rastrear, en ellas, claves para entender una muy original imaginación, una práctica artística muy particular.
No nacen estos ensayos de la necesidad de llenar algún vacío o deficiencia en el campo de los estudios de la obra de Arguedas. Debemos asumir siempre que los hay, pero no me he sentido llamado a constatarlo. Además, la producción crítica en torno a la obra y a la figura de Arguedas ha sido, en las últimas décadas, continua, extensa y dispersa; no pretendo, pues, conocerla toda o haberla digerido en su mayor parte. Es más, como se podrá apreciar, estos ensayos se han construido, en gran medida, al margen de una parte significativa de ese cuerpo de discurso crítico; me he concentrado, más bien, en los trabajos clásicos, digámoslo así (me refiero a los estudios de conjunto y algunas de las piezas monográficas que fueron producidos a lo largo de los setenta y comienzos de los ochenta). Espero dejar en claro y que se vean a lo largo de mi estudio las razones por las que lo hago.
No nacen tampoco estos ensayos del afán de corregirles la plana a ellos, de quienes en tantas oportunidades he recibido muchas y muy buenas lecciones. Mis argumentos, como se verá, o abren brechas o emergen de las que están dadas en el trabajo que otros han hecho; ocupan, por ponerlo así, un lugar intersticial y desde allí hablan. Se podría pensar (con maldad) que se trata de una crítica parasitaria; sin embargo, para mí, es señal del peso que aún tienen o de la autoridad con la que aún resuenan (a pesar de sus propios «fracasos») esas otras empresas críticas. Yo las entiendo como esfuerzos que han calado hondo y cerca de las intuiciones fundamentales de Arguedas.
Estos ensayos nacen más bien de una intensa y continua lectura y diálogo con la palabra de José María Arguedas. Son, en verdad, más de 30 años de interrogar a la esfinge y de lidiar con su imagen. Una noche de diciembre de 1969 estoy viendo en la televisión las noticias. Es el entierro de alguien importante. Un escritor, me dicen, que se suicidó. Otros estuvieron allí y han contado lo que ocurrió ese día: las broncas, las banderas, la desgarradora entonación lírica de un violinista andino. Yo no sé ya cuánto de mis detalles se desprenden en realidad de lo que vieron ellos. Solo me queda de propio y claro en la memoria la imagen del adolescente que fui, magnetizado por esa muerte y su tumultuoso espectáculo. Unos meses más tarde, un compañero de colegio (uno o dos años mayor que yo) me recomienda una novela tremenda, El Sexto. Es mi primer contacto con la obra de Arguedas. Me deja azorado. En mi último año de la secundaria (me imagino que hay formas y formas de graduarse), leí El zorro de arriba y el zorro de abajo, que estaba como recién publicada. Fue la primera vez que intenté escribir algo sobre Arguedas. Poco en claro me queda de lo que resultó. Recuerdo, más bien, la angustia de no saber qué decir frente a todo eso, ¿por dónde comenzar?, ¿a dónde ir? El zorro fue entonces, como me es hoy, un libro inabarcable. Al final, la imagen de la Orfa encarando el abismo lo dominó todo. Yawar fiesta y Todas las sangres, la épica/ética de Arguedas, le dieron forma a mis estudios generales: fueron mi Tungsteno. Solo más tarde, y en el marco de una crisis vocacional, me encontré con la veta autobiográfica de Amor Mundo y Los ríos profundos. No exagero, entonces, si digo que la obra de Arguedas ha marcado de manera significativa las estaciones síquicas de este lector. Y es tal vez en virtud de esta primera forma que tiene mi lectura de ella que la figura de este autor se ha inscrito en mí como un héroe agonal, en un continuo proceso de muerte y resurrección.
Escribí sobre Los ríos profundos mi tesis de bachiller en la Pontificia Universidad Católica del Perú, bajo la dirección de la profesora Susana Reisz. Me interesaba, entonces, la tensión entre autobiografía y autobiografía ficcional como problema puntual. Pero el enganche con el conjunto de la obra y con los retos que esta planteaba había cristalizado en el seminario sobre Arguedas que el profesor Alberto Escobar ofreció en la Universidad Católica. Fue una magnífica experiencia. Y en Texas, bajo la supervisión del profesor George Schade y el estímulo del profesor Luis Arocena, mi tesis doctoral quiso abarcar el conjunto de la narrativa mayor de Arguedas bajo el mismo título fundamental con el que ahora presento este trabajo. A diferencia de lo que es práctica normal, la tesis doctoral no se hizo libro. Para mí, apenas terminada, decía ya lo que no sentía necesidad de decir o decía aquello que aún tenía vigencia de forma insuficiente. A partir de entonces, el libro sobre Arguedas fue empezado y abandonado con frecuencia e intensidad rituales; y luego su idea fue lentamente reformulada, y fue escrito a plazos. Hay en el texto que presento ahora fragmentos y pedazos rescatados de mis previos intentos.
Un libro escrito así, a lo largo de tanto tiempo, tiene sin dudas sus problemas. Jaime Gil de Biedma (evocando a Juan de Mairena) sugería que, en un extremo, libros como este se ajustarían a esa lógica heracliteana «en la que las conclusiones no resultan del todo congruentes con las premisas, pues en el momento de producirse aquellas ha caducado ya en parte el valor de éstas». Cerca, pero no es este, de manera cabal, aquí el caso. Hay, eso sí, en estos ensayos, unas cuantas sendas perdidas y algunos caminos truncados. Quiero decir con esto que, al final de cuentas, a pesar del trabajo de otros (y a pesar de haber tratado yo de emularlos), no produce este libro una imagen coherente, orgánica, del autor y de su obra. He aprendido y aceptado que no podría haber sido esa su intención, como sé que tampoco es su defecto, sino su designio.
Un libro escrito así, lentamente, tiene también (quiero creer) sus ventajas. La constante descripción y redescripción de esos mundos cargados, la continua erosión descriptiva e interpretativa de esos densos textos, permite que afloren temas, motivos: semillas concretas para nuevos comienzos. Algo se gesta en la continua atención a las obsesiones del autor que fuerza al oído crítico a ajustar sus frecuencias y demanda que hagamos lo que sea necesario para entender, para explicar. Y eso significa en muchos casos traspasos, incursiones en suelo extraño. Forjar un vocabulario crítico que recoja nociones e ideas desgajadas de los discursos sistemáticos que las acuñan tiene sus riesgos. De allí viene mucho de lo que es inestable en este libro; pero de allí vienen, también, sus posibles aportes. Algo se ha hecho para aclarar la idea de lo que son estas novelas y su contacto con el lenguaje social de su tiempo; se ahonda también en la comprensión de lo que ha sido el continuo drama de su recepción; y se aportan pistas para entrar más decididamente en el campo de la forma de la novela y para entender la impronta de lo ritual en la imaginación de Arguedas. No es poca cosecha.
Aunque en gran parte este trabajo se fue haciendo en una cada vez más honda pero voluntaria soledad, no habría llegado a buen término de no haber mediado la presencia y la intervención de muchas personas en distintas circunstancias y calidades. Por eso les estoy profundamente agradecido a New College Foundation, en la persona de John Cranor, su presidente, y a New College of Florida, en la persona de su Provost, Charlene Callahan, por el apoyo financiero provisto a través de la Cátedra PepsiCo, que hizo posible que me dedicara en sucesivos veranos a la investigación y a la escritura de estos ensayos. También extiendo mi más profundo agradecimiento a Luis Jaime Cisneros, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, así como a Patricia Arévalo y Carlos Eduardo Vargas Tagle, de su Fondo Editorial, pues acogieron este libro en distintos momentos; a Chuck King, en Vermont, y a Stanley Tsigounis y el grupo de los lunes, en Florida, por la cosecha de tranquilidad que es condición sin la cual no; a Julia Patricia y a Rossana, porque hacen posible el enigmático y necesario espacio de lo incondicional; a José Luis Rénique y a Peter Elmore, por la amistad y por esa conversación continuamente reanudada que vence melancolía y distancias; a Susana Reisz, por la confianza y por el cariño, y sobre todo por el bello y tenaz ejemplo de inteligencia e integridad; a Sharon, que ha sobrevivido (espero) a tanto manuscrito y a tanta incursión en lo inarticulado, por recordarme cada día de la importancia de mi trabajo como solo una persona que escribe y ama lo puede hacer, y por negarse al sacrificio con tanta abnegación.
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